LA HAMBRUNA IRLANDESA DE LA PATATA
En el siglo XIX, Irlanda había llegado a desarrollar una peligrosa depen¬dencia de la patata. La mayoría de los agricultores disponía sólo de unas dos hectáreas de tierra, y las patatas eran el único cultivo que daba cosecha suficiente para alimentar a toda la familia, de forma que se con¬virtió en el eje de la dieta para la mitad de los irlandeses, que entonces eran unos ocho millones; se plantaban hasta en el último rincón del país. Donde había terrenos de cultivo más grandes también se culti¬vaba trigo y avena, que se vendían para pagar la renta. En 1741, tras dos años de tiempo frío y lluvioso, hubo mala cosecha de patatas, y murie-ron unas doscientas cincuenta mil personas. En 1816 volvió a suceder lo mismo, y, sumando la mala cosecha al tifus que empezaba a hacer su aparición, fueron unas cincuenta mil las personas que murieron en el curso de los dos años siguientes.
Pero lo peor estaba por llegar. En el verano de 1845, empezaron a oírse noticias llegadas de la isla de Wight sobre que las patatas se esta¬ban estropeando en el campo. La culpa era de un hongo microscópico, phytophtora infestans, que había aparecido tres años antes en Estados Uni¬dos y probablemente había llegado a Irlanda en el cargamento de algún barco. Una vez en tierra, las esporas de este hongo podían transmitirse por el aire o con los insectos. Poco después, ya se hablaba de cosechas arruinadas en otras partes de Gran Bretaña, al igual que en Holanda y Francia. Al principio, la situación no causó gran alarma; la patata sufría periódicamente los ataques de diversas plagas y se la consideraba una planta resistente. Aquel año, el verano fue caluroso y los campos se veían cubiertos de flores de patata, pero hacia septiembre las hojas empe¬zaron a curvarse por la punta en los campos de Waterford y Wexford. Una planta podía tener buen aspecto por la mañana, y a la caída del sol aparecía ennegrecida, blanda y viscosa. En octubre ya se hablaba de epidemia en dieciséis condados, pero el gobierno seguía pensando que, globalmente, la cosecha iba a ser buena. Los expertos británicos deci¬dieron que las plantas se estaban pudriendo debido a la humedad, de forma que el gobierno de sir Robert Peel envió cientos de hojas de ins¬trucciones sobre cómo construir un almacén bien ventilado. Fue tirar el papel: las patatas, que tenían buen aspecto en el momento de recoger¬las, se habían convertido en una pasta apestosa para cuando las desta¬paban. Podían estar contaminadas hasta las que parecían sanas, de forma que usarlas como semilla para la siguiente cosecha podía arruinar tam¬bién aquélla. Se estaba gestando una catástrofe.
Las leyes británicas sobre cereales mantenían los precios muy altos de forma artificial a base de restringir las exportaciones. Peel se enfrentó entonces a la mayoría de su propio partido aduciendo que estas leyes debían ser derogadas; ganó la batalla, pero le costó el cargo. Antes de caer, sin embargo, había empezado a importar en secreto maíz ameri¬cano hacia Irlanda. Por desgracia, no había suficientes molinos como para convertirlo en harina de maíz, y cuando la gente lo recibía no sabía qué hacer con él. Un médico de Ballinrobe, en el condado de Mayo, decía que había visto "devorarlo crudo, de pura hambre". La ingesta de maíz mal cocinado hizo subir las muertes por disentería, y aquella comida de emergencia empezó a conocerse como "el azufre de Peel".
Durante el primer año de la epidemia, muchos campesinos consiguie¬ron sobrevivir vendiendo los animales, empeñando sus posesiones o pidiendo dinero prestado; a fin de cuentas, la siguiente cosecha no podía salir tan mala. De hecho, durante el cálido y húmedo verano de 1846 se vieron los campos exuberantes de plantas creciendo... plantas que, pocos días después, se habían puesto negras por el tallo y estaban muertas. El 27 de julio, un cura que viajó desde Cork a Dublín vio los campos en flor, prometiendo "una cosecha abundante"; y a la vuelta, sólo seis días más tarde, contempló "con gran pesar una enorme extensión baldía de plantas putrefactas. En muchos lugares se veía a la gente, desesperada, sentada en la valla de sus huertos malogrados, retorciéndose las manos y lamentándose amargamente de aquella destrucción que los dejaba sin alimentos". ÍA reverendo Sairrael Montgcmery, de la localidad de Balli- nascreen, en el condado de Londonderry, escribió: "Toda la atmósfera, durante el mes de septiembre, estaba contaminada con el olor de las patatas podridas". En esta ocasión, pareció que la cosecha se había per¬dido en toda la isla, y el precio de las patatas pasó de dos chelines el quintal a siete, y luego a doce, y eso cuando se podían encontrar. Por desgracia para Irlanda, el partido de Peel, los tories, había sido susti¬tuido por el gobierno whig (liberal) de lord John Russell, que pensaba que interferir con el mercado no sólo era poco inteligente, sino mal¬vado. Russell creía fervientemente que, si se les daban alimentos a los irlandeses sin más, éstos se volverían perezosos y dependientes, así que el gobierno dejó de importar maíz; eso se podía dejar, sin peligro alguno, para la iniciativa privada.
En 1846, la epidemia ya se había extendido mucho más, y el invierno siguiente fue de una severidad inusual. La hambruna empezó a abatirse sobre todo el país y, como siempre, trajo con ella una serie de enferme¬dades, la más común de las cuales fue el edema: "primero los brazos y las piernas, y luego todo el cuerpo, se hinchaban de la forma más terro¬rífica, y finalmente reventaban".
Muchas víctimas fueron niños: "dema¬siado débiles pasa, pone-rse de pie, sus pequeños brazos y piernas casi transparentes, excepto en los sitios donde la horrible hinchazón había reemplazado los miembros esqueléticos". Luego llegó el escorbuto, que hacía que a la gente se le cayeran los dientes y se le volvieran negras las piernas al romperse los vasos sanguíneos; por último, no podía fal¬tar el tifus. El miedo a la enfermedad hacía que los padres abandona¬sen a los hijos, y los hijos a los padres.
El Belfast Newsletter relataba: "...seres demacrados, espectrales y consumidos [...] yacen postrados en la calzada de las calles y los puentes". El coiidado de Cork sufrió espe¬cialmente, y un juez de allí, Nicholas Cummis, advirtió al gobierno de que, a menos que se les facilitaran de inmediato "grandes cantidades" de alimentos, "las perspectivas son abrumadoras [...] la gente morirá sin remedio".
Cummis declaraba a The Times en diciembre de 1846 que él y otras cuatro personas más habían visitado "una paupérrima aldea" llevando todo el pan que pudieron. El juez se había sorprendido de encontrarse el pueblo aparentemente vacío, y entró entonces en una de las casu- chas: "Seis esqueletos fantasmales y consumidos, muertos según todas las apariencias, estaban apiñados en una esquina sobre un poco de paja mugrienta, cubiertos sólo por algo que parecía una manta de montar [...] Me acerqué, horrorizado, y por sus gemidos casi inaudibles me di cuenta de que aún estaban vivos; tenían fiebre, eran cuatro niños, una mujer y lo que tiempo atrás había sido un hombre. Cuando nos íba-mos, nos encontramos rodeados de al menos doscientos fantasmas como ellos, unos espectros tan aterradores que no se los puede describir con palabras, todos ellos sufriendo la hambruna o las fiebres. Sus alaridos infernales aún me resuenan en los oídos [..-] Me vi agarrado por una mujer que llevaba a un recién nacido en brazos, y tapada con los restos de un saco lleno de suciedad... era todo lo que los cubría, a ella y al bebé [...] Otra mujer, bajo los efectos de la fiebre, sacó de su casa a ras¬tras el cadáver de su hija de doce años, completamente desnuda, y la dejó allí, medio cubierta de piedras". En una vivienda de Skibbereen, "el médico del dispensario encontró a seis desgraciados yaciendo bajo un mismo cobertor, incapaces de moverse. Uno de ellos llevaba muchas horas muerto, pero los otros no podían ni moverse ellos mismos ni mover el cadáver". Todavía relataba otro episodio, en el que la policía entró por la fuerza en una casa, después de que se les informara repeti¬damente de que allí nadie había dado señales de vida durante varios días, y se había encontrado dos cadáveres en el suelo de barro, "medio devorados por las ratas".
Más o menos a la misma hora, un funcionario de la localidad escribía a sus superiores: "Aunque soy un hombre que no se conmueve con faci¬lidad, me confieso sobrecogido por el alcance y la intensidad de los sufrimientos que he presenciado". Vio a gente desperdigada por una plantación de nabos, "como una bandada de cuervos famélicos, devo¬rando los nabos crudos, la mayoría casi desnudos, tiritando bajo la nieve y la ventisca, profiriendo gritos de angustia mientras sus hijos aullaban de hambre". Muchos se veían forzados a comer ortigas, raíces y hierba; mientras que durante toda la hambruna siguieron saliendo de Irlanda barcos llenos de animales de granja y cereales para la exportación. Un escritor irlandés fue testigo de los "inmensos rebaños de reses, ovejas y cerdos [...] que zarpan con cada marea de cada uno de nuestros trece puertos, con destino a Inglaterra". Para el gobierno, quizá esto no fuera sino el normal funcionamiento del mercado, pero en Irlanda dio pie a revueltas populares. En Youghal, cerca de Cork, los campesinos habían intentado, sin conseguirlo, hacerse con un cargamento de avena, mien¬tras que en Dungarvan las tropas británicas abrieron fuego contra la multitud, matando a dos personas e hiriendo a varias más. El inspector general de los guardacostas, sir James Dombrain, desbordado por el sufrimiento que veía en la zona occidental de Irlanda, ordenó que se repartiera comida, y tuvo que sufrir las burlas públicas del funcionario británico responsable de la ayuda, sir Charles Trevelyan.
El gobierno tuvo que volver a iniciar las importaciones de maíz en diciembre de 1846, pero siguió intentando limitar las tareas de ayuda; quería que todo el que la necesitase se dirigiera a una workhouse (casa de trabajo), como en Inglaterra; pero las workhouses de Irlanda sólo podían acoger a unas cien mil personas, y estaba claro que pronto se verían desbordadas, por lo que los whigs pusieron en práctica un pro¬grama de ayuda "ambulatoria", aunque en términos muy restrictivos. Por ejemplo, no podía recibir la ayuda nadie que tuviera alquilado más de un cuarto de hectárea de tierra, aunque no produjera nada; y tam¬poco se preveía abrir ningún depósito de alimentos del gobierno mien¬tras quedara comida en el distrito en cuestión. El depósito de Skibbereen estuvo cerrado hasta el 7 de diciembre, aunque en noviembre ya habían muerto muchas personas, y hubo regulaciones muy estrictas sobre los precios que debían cobrarse, porque el gobierno no quería causar per¬juicios a los vendedores locales. De esta forma, el maíz que le había costado al gobierno trece libras por tonelada se vendía en los almace¬nes a diecinueve. Sólo se repartían alimentos gratis a los enfermos, y únicamente cuando no hubiera sitio para ellos en la workhouse de su localidad.
Un oficial superior del ejército, sir Ronald Routh, era el encargado de organizar los trabajos de ayuda, pero obviamente se veía entorpe¬cido por la ideología del libre mercado. El hombre se quejaba de que se estuviera exportando trigo y avena irlandeses mientras la población se moría de hambre, y animaba a las cooperativas locales a organizar comedores de caridad. En marzo de 1847, a pesar de las reticencias del gobierno, casi setecientas mil personas estaban recibiendo "ayuda ambu¬latoria". De hecho, se trataba casi siempre de planes de empleo: a aque¬llos hombres hambrientos se les ordenaba construir unas carreteras que iban de la nada a la nada.
Otra de las excentricidades del plan de empleo es que se cobraba a destajo, de forma que seguramente los más débiles, y más necesitados de ayuda, eran los que menos recibían. En Cong, en el condado de Mayo, se informó de que algunas familias se quedaban sin dinero y no podían comer nada durante treinta y seis horas hasta que les llegaba la paga, lo que por supuesto les impedía trabajar y ganar lo suficiente. Al final, el gobierno se vio obligado a abandonar la idea del trabajo a destajo.
Otro problema radicaba en que muchas veces el sueldo llegaba tarde. Un hombre llamado Denis McKennedy, de Caharagh, en el condado de Cork, murió en la carretera cuando estaba trabajando en uno de estos planes de empleo. Se le debía el sueldo de dos semanas y, en la investigación sobre su muerte, el jurado declaró que había "fallecido de hambre debido a la horrenda negligencia del organismo encargado". El veredicto "fallecido de hambre" se hizo cada vez más común; aunque el organismo responsable de los planes de empleo trataba de evitarlo, los jueces iban más allá. En Lismore, en el condado de Waterford, un juez declaró que el culpable era "la negligencia del gobierno, que no ha enviado alimentos a nuestro país", y en Galway otro dictó un veredicto de asesinato con premeditación por parte de Russell y Routh.
Mientras tanto, las workhouses estaban desbordadas. Un visitante cuá¬quero afirmaba que no tenían colchones: "los suelos están cubiertos con un poco de paja sucia, y las pobres criaturas están por tanto tiradas, tan pegadas entre sí como pueden, para que se metan cuantos más mejor bajo una manta miserable". Un inspector que fue a la workhouse de Lugan en febrero de 1847 dijo que había tanta escasez de ropa de cama que a veces la que habían usado los fallecidos de disentería o fiebres tenía que darse a otros internos "sin que hubiera habido tiempo para hacerla lavar y secar". Los encargados de las workhouses solían dejar entrar a quien lo solicitaba, aunque no hubiera sitio, porque la única alternativa era dejar¬los morir en la calle.
La de Skibbereen, construida para alojar a quinien¬tas personas, tenía ochocientos ochenta y nueve internos, de los que ochocientos sesenta y nueve estaban enfermos, mientras noventa "mise¬rables criaturas", la mayoría de las cuales apenas tenían fuerzas para arras li arse a gatas, rogaban que los dejasen entrar. Las autoridades decidieron entonces darles de comer y ponerlos luego en la calle, pero fueron inca¬paces: "Temblaban de una forma tan angustiosa esos pobres desgracia¬dos, diciéndonos que se tumbarían en los alrederos de la casa para morir allí, que no fuimos capaces de echarlos, bajo la lluvia torrencial que caía".
Las enfermedades eran el mayor riesgo. La workhouse de Ballinrobe, aun saturada, se había librado de las infecciones hasta finales de febrero de 1847; en esos días, dejó entrar a un vagabundo que murió de tifus, y la enfermedad se extendió por el establecimiento, matando a muchos internos y a algunos miembros del personal.
Las workhouses se vieron completamente desbordadas en 1849: fueron más de novecientas treinta mil las personas que en algún momento pasa¬ron por una de ellas. En la de Lurgan, se produjeron noventa y cinco fallecimientos en la primera semana de febrero. El capellán le echó la culpa al filete que servían, hecho de carne de buey putrefacta, mientras que el médico jefe afirmaba que los recién llegados entraban ya allí con un pie en la tumba; algunos morían de camino, "otros, a los que levan¬taban de su lecho para internarlos en la casa, habían muerto antes de que pudieran subirlos al carromato, y eran numerosos los que fallecían en las veinticuatro horas siguientes a su ingreso". En estas casas, la comida solía ser peor que la de la cárcel, de forma que había internos que come¬tían a propósito pequeños delitos; esto, por su parte, llevó a la superpo¬blación de las prisiones. En la de Castlebar, por ejemplo, dos de cada cinco internos o miembros del personal murieron de fiebre. Cualquier cosa, incluso el ser deportado a Australia, parecía preferible a quedarse en Irlanda. Un joven recluso declaraba: "Aunque me pongan grilletes en las piernas, al menos tendré algo que comer".
Muchos terratenientes vivían lejos de sus tierras y apenas veían a sus arrendatarios, cientos de miles de los cuales fueron obligados a desalo¬jar su vivienda; el propietario entonces derribaba la casa y hacía sitio para cultivos industriales o pastos. A veces, las órdenes de desahucio llegaban cuando los funcionarios que hacían cumplir la Ley de Pobreza insistían en que una familia tenía que ingresar en una workhouse si que¬ría tener derecho a la asistencia ambulatoria; muchos pobres, sin embargo, preferían pasar hambre pero conservar sus pobres vivien¬das. Sin embargo, también eran muchos los terratenientes arruinados, porque los arrendatarios no pagaban el alquiler, y hubo algunos que hicieron todo lo posible por ayudarlos. El marqués de Waterford envió trescientas libras para que se entregara sopa y pan a sus famélicos inqui¬linos, y le ordenó a su representante que "pusiera la olla a hervir lo antes posible". Muchos de los que trabajaban en los puestos de ayuda también se desvivían por puro altruismo. Un visitante cuáquero con¬taba que los había visto "laborar de la mañana a la noche", sirviendo sopa "a multitudes de personas casi desnudas, hambrientas, cayéndose de debilidad y de fiebre". Los médicos, los sacerdotes y las monjas cui¬daban de los enfermos arrostrando el riesgo del tifus: murieron treinta y seis médicos de los nombrados por el organismo responsable de Sani¬dad. Pero a menudo la ayuda médica no llegaba a cubrir las necesida¬des: en Frenchpark, Roscommon, no había ni un solo doctor para más de treinta mil personas.
Algunas personas dejaron Irlanda para siempre, yéndose a Liverpool, Glasgow, el sur de Gales o lugares aún más distantes; pero muchos de esos emigrantes estaban destinados a no llegar nunca a su nuevo hogar. De los cien mil que salieron rumbo a Norteamérica en 1847, una quinta parte murió durante el viaje, de enfermedades o de malnutrición. Los que sobrevivían se enfrentaban muchas veces a la hostilidad y la discri¬minación cuando llegaban, pero se creó "una gran Irlanda al otro lado del mar", construida por los que hicieron el mismo viaje que el bisabuelo de John F. Kennedy, que salió del condado de Wexford en 1849.
Para cuando, a finales de ese año, acabó la epidemia de la patata, habían perecido un millón y medio de personas de una población total de ocho millones, y otro millón más había huido o murió intentándolo. El gobierno británico se había gastado ocho millones en las tareas de ayuda, pero en Irlanda se consideraba que habían respondido a rega¬ñadientes y de forma poca eficaz, y cundió la ira ante la forma en que se había estado exportando alimentos durante la hambruna. En las elec¬ciones generales de 1847 los irlandeses votaron por abrumadora mayo¬ría a los diputados partidarios de revocar el Acta de Unión con Inglaterra, que se había firmado en 1840. Russell se lo tomó como un acto de incom¬prensible ingratitud, y se le oyó murmurar exasperado: "¿Cómo se puede ayudar a una gente así?". Trevelyan opinaba que el único problema de Irlanda es que estaba superpoblada, y que en ese momento "la cura les ha llegado en forma de un golpe directo asestado por la sabia Provi¬dencia".
Tras la hambruna, empezó una larga lucha por la independencia, que acabó cuando veintiséis de los treinta y dos condados de Irlanda se unieron al Reino Unido.
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