Ha muerto Saturnino Iztueta, el pastor
que vivió 56 años en una cabaña del monte Ernio, uno de los últimos
protagonistas de un modo de vida que apenas cambió en los últimos tres o
cuatro mil años. Si obviamos el transistor a pilas que usó en los
últimos tiempos, regalo de una caja de ahorros, y algún lujo moderno
como el café, su vida y su trabajo no fueron muy distintos de los de sus
colegas del Neolítico.
Saturnino murió con 92 años. Escribí sobre él uno de los capítulos del libro Cuidadores de mundos:
Charla con el último neolítico
Desde 1947 hasta 2003, Saturnino pasó
unos 13.500 días en una chabola del monte Ernio, durmiendo sobre un
lecho de brezos, comiendo alubias y caldos, pastoreando, ordeñando y
esquilando ovejas, prensando quesos a mano y bajándolos en burro a los
pueblos para venderlos. En los últimos tiempos los pastores han
conseguido pistas y vehículos todoterreno, placas solares para obtener
electricidad, avances veterinarios, máquinas para la producción de
queso. Pero la vida y las costumbres de Saturnino no fueron muy
diferentes de las que debieron de seguir los pastores del Neolítico:
bastaría con obviar el transistor a pilas que usó en los últimos años,
regalo de una caja de ahorros, y algún lujo moderno como el café. Este
hombre, nacido en Eldua (Berastegi) hace 87 años, es uno de los últimos
representantes de un oficio que apenas cambió durante milenios.
Saturnino vivía siete u ocho meses al año
en los pastos de Zelatun, un collado al pie del Ernio. Y si tocaba buen
tiempo, hasta nueve meses: a mediados de marzo salía de su caserío de
Eldua con el rebaño, subía al Ernio en una jornada y no regresaba hasta
las Navidades. Saturnino esperaba con ganas tanto la ida como la vuelta:
“Cuando llegaba el invierno me apetecía volver a casa. Pero al
principio de la primavera las ovejas ya no tenían qué comer y yo también
andaba inquieto, deseando subir al monte. Creo que mis hermanas también
se quedaban a gusto cuando me marchaba”, ríe.
A Zelatun empezó a subir con 27 años pero
para entonces ya tenía bien aprendido el oficio. “¿Cuándo empecé de
pastor? Yo creo que al día siguiente de nacer. Desde crío seguía a mi
padre con el rebaño a todas partes, como un perro pequeño”.
La escuela de Saturnino fue el ejército.
Lo llamaron a filas en 1938, en plena Guerra Civil, y tuvo que
presentarse en el cuartel de Estella. “Me preguntaron ‘cómo te llamas’ y
yo no entendía nada, no sabía ni una palabra de castellano. Primero me
ayudaron otros soldados euskaldunes y poco a poco fui aprendiendo. Ahora
en castellano lo entiendo todo, y para hablar ya me apaño más o menos”.
Pasó siete años en el servicio militar. Le tocó luchar en el Frente del
Ebro y después lo enviaron a destinos de Andalucía, Cataluña, Aragón y
por fin al cuartel de Loiola. De esa época le impresiona el recuerdo de
algunas miserias, como las que vio en Jaén, donde “iban todos
descalzos”. En aquellos tiempos de hambre negra, el ejército no era un
mal destino: “Teníamos comida y techo asegurado y además nos pagaban
tres duros al mes. En esa época había muchos que trabajaban en los
caseríos a cambio de habitación, comida, un par de pantalones y unas
abarcas, y con suerte quizá les pagaban algún duro”.
En 1947 arrendó por primera vez unos
terrenos en Zelatun. Saturnino, que pagaba esa renta con dinero y con
quesos, subía allí todos los años con sus 600 o 700 ovejas –preguntar
por el número exacto de cabezas a un pastor es como preguntar a alguien
por las cifras de su cuenta bancaria- y se instalaba en su chabola para
los siguientes meses. Primero cortaba un montón de ramas de brezo para
prepararse un camastro, en el que dormía arropado con una o dos mantas
viejas. Al lado de la cama, en el suelo, hacía fuego y cocinaba. Y en el
fondo de la chabola tenía otra zona en la que guardaba los quesos.
Saturnino elaboraba los quesos según la
técnica tradicional, cuyo origen se pierde en un abismo de siglos. En un
redil junto a la chabola escogía a 100 o 120 ovejas y les sacaba, en el
mejor de los casos, un litro de leche a cada una. “Eso al principio,
porque luego las ovejas se iban secando; para San Ignacio ya dejaba de
ordeñar”. Recogía la leche en un kaiku [un recipiente de
madera], la filtraba con ortigas, le añadía el cuajo y la removía con un
batidor. Una vez coagulada, la desmigaba a mano hasta convertirla en
papilla. Metía esa papilla en moldes de madera y la pinchaba para que
fuera soltando el suero. Después la desmoldaba y la prensaba con el
puño: ya estaba formado el queso. Saturnino solía ahumarlos, “yo mismo
acababa más ahumado que el queso”, y después los dejaba curándose hasta
el otoño, cuando los bajaba en burro hasta la aldea de Errezil. En los
mejores años llegó a producir mil kilos.
Hace unas décadas el negocio principal
del pastor era otro: la lana. Ahora, en los tiempos de las fibras
sintéticas, se cobran unos pocos céntimos por kilo y muchos pastores
prefieren quemarla. Pero hubo un tiempo en el que la gente pagaba el
equivalente de dos o tres sueldos mensuales por un buen colchón de lana:
“Por un kilo de queso cobrábamos seis o siete duros; por un kilo de
lana, doce”. La esquila se hacía en auzolan, en trabajo
comunitario: “Nos juntábamos los pastores del Ernio y entre todos
esquilábamos los rebaños, hasta cuatrocientas ovejas por día. Así no
teníamos que gastar dinero contratando esquiladores”. El rebaño de
Saturnino daba alrededor de mil kilos de lana, que también transportaba
hasta Errezil para que la recogieran los camiones. Los ingresos se
completaban con la venta de animales para carne (ovejas, corderos y
también algunos cerdos que Saturnino subía al monte) y con otros
encargos como la siega de hierba en algunos terrenos de la zona.
Saturnino disfrutaba la soledad. Solía
darse una vuelta por Errezil cada quince días para comprar algunos
víveres, para charlar un rato con alguien. Pero llegó a estar más de dos
meses seguidos sin bajar de la montaña. De vez en cuando, algún baserritarra,
algún campesino, le subía por encargo algunas hortalizas. O aparecía su
padre, que venía desde Eldua con un burro para traerle las mejores
alubias de la huerta, un saco de cebollas o una garrafa de vino. Y en
algunas temporadas compartía el trabajo con un morroi, un
ayudante, que le echaba una mano en el cuidado de las ovejas, en el
ordeño y en la elaboración de quesos. La presencia del ayudante no
complicaba mucho las cosas: “Dormía conmigo en la chabola, en la misma
cama”.
También le acompañaban en Zelatun dos o
tres perros, un burro para los trabajos de carga, media docena de cerdos
(que se alimentaban del suero sobrante de los quesos y de lo que
hozaban en el monte) y otra media docena de gallinas.
Gracias a las gallinas conseguía un
desayuno fresco: freía huevos con patatas y jamón y los acompañaba con
café. ¿Le añadía leche de oveja? “No, al café le echaba pattarra
[licor]”. Para la comida preparaba un caldero de alubias con algo de
chorizo, un caldo con la carne y los huesos de alguna gallina o unas sardinzarras
[arenques]. Completaba la dieta con mucho queso y pan, “pan duro hasta
de quince días, pero eso no importaba”. Y si alguna oveja moría por
accidente, tenía carne para días: “En el monte no se pasaba hambre”.
Nunca tuvo luz eléctrica ni agua
corriente, pero se alumbraba con un quinqué de petróleo y le quedaba muy
cerca una fuente para beber, para lavarse y para limpiar la ropa de vez
en cuando. Aunque los pantalones, al menos por fuera, se lavaban solos:
bastaba con caminar entre los helechos empapados de humedad. Y los
helechos cumplían otra función higiénica, fácil de adivinar: “No hay
cuarto de baño más limpio que el monte”. Además de los pantalones de
mahón, vestía con camisa, abarcas, medias de lana y una txapela casi
orgánica. Así bajó siempre al mercado de Tolosa, desde Zelatun o desde
Eldua, incluso cuando esa vestimenta ya sólo se empleaba para
disfrazarse en fiestas o para cantar en coros, y a él lo miraban como al
último mohicano.
También llevaba un paraguas muy
resistente, con varillas de madera, porque las metálicas pueden atraer
los rayos. Y no es cosa de broma: en cierta ocasión uno le mató diez
ovejas. La gama de peligros para un pastor es muy variada, empezando por
los atmosféricos: los rayos, el granizo (que ha matado unas cuantas
ovejas en Ernio, aunque ninguna de Saturnino), la nieve (que puede
dejarlas atrapadas) o los vendavales (que llegan a levantar las tejas de
la chabola). Saturnino, que podía refugiarse en la borda de las ovejas,
prefería el frío que el calor: “El frío es malo para quien está quieto,
pero cuando toca trabajar lo peor son los calores”. El acecho de los
animales también le obligaba a andar muy atento: “El más peligroso era
el zorro, sobre todo si había gallinas. Los perros de los caseríos me
hicieron bastantes averías en el rebaño; había que tener cuidado con las
águilas y los tejones; y en los últimos años aparecieron jabalíes. Y
ojo con los ratones, porque les gusta mordisquear los quesos. Yo les
ponía cepos. El veneno es peligroso porque los perros pueden comerse
algún ratón envenenado”. Uno de los mayores sustos lo recibió durante un
traslado, cuando un camión atropelló el rebaño, le mató siete ovejas y a
él le dejó una rodilla cascada. Pero el peor momento lo pasó en la
propia chabola, cuando varios encapuchados le encañonaron y le robaron
un dineral que guardaba después de algunas ventas. “Tener dinero encima
es una preocupación”, dice. Y remata con una sonrisa: “Pero no tenerlo
es una preocupación aún mayor”.
A la cima del Ernio, erizada de cruces,
se le ha atribuido un carácter mágico desde tiempos remotos. Así se
refleja en los ritos de aire precristiano que allí se repiten,
especialmente en las concurridísimas romerías de los domingos de
septiembre. Según esas tradiciones, para librarse de los dolores
reumáticos hay que atar cintas de colores en las cruces o pasarse de la
cabeza a los pies los aros metálicos que cuelgan en una de ellas.
Saturnino es escéptico: “La gente se pasa los aros por si acaso, dicen
que no hace ningún mal… No hace ningún mal, pero tampoco ningún bien. No
conozco a nadie que se haya curado de nada”. Sin embargo, el pastoreo
también se regía por algunas creencias. Los viernes –día de la muerte
del Señor- no se movían los rebaños de un pastizal a otro, porque se
consideraba que en ese día aumentaba el riesgo de accidentes. En Viernes
Santo, jornada de duelo y recogimiento, a las ovejas les quitaban las
esquilas para que no hicieran ruido. Y nadie se cortaba las uñas en
viernes porque “a Jesucristo se le renovaban las llagas”.
Saturnino estuvo en Zelatun por última
vez hace unos años, cuando esparcieron las cenizas de Josetxo, uno de
los ayudantes que tuvo en aquellos pastos. Así cerró una etapa de 13.500
jornadas en la montaña, 13.500 días pendiente de las ovejas y 13.500
noches durmiendo sobre brezos. Ahora disfruta del retiro, porque come y
duerme todo lo que quiere. “Pero si me quedaran fuerzas, volvería a
subir corriendo”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario