La roca de Dover
Acaso no mucha gente conozca la Roca de Dover, el minúsculo territorio
alrededor del castillo y el puerto de esta ciudad costera. En apenas
unas hectáreas, los descendientes de católicos ingleses y de los
soldados españoles que los apoyaron en las guerras contra los
protestantes, han resistido las siempre un tanto desdeñosas invitaciones
británicas y han recreado un curioso mestizaje identitario
hispano-inglés.
Dover es un enclave estratégico en el Canal de la Mancha, un gobierno
autónomo que aspira a convertirse en un micro-Estado y funciona como
puerto franco, con un régimen fiscal muy ventajoso. Ha demostrado una
capacidad inusitada para atraer tráficos e inversiones de todo tipo y,
últimamente, empresas de apuestas on-line. El diminuto territorio cedido
por la corona británica a los defensores españoles de los renegados
católicos fue ampliado por vía de hecho durante la segunda guerra
mundial, gracias a la participación entusiasta de los habitantes de
Dover, que ocuparon la playa adyacente so capa de instalar algunas
defensas antiaéreas. Años después, los siempre belicosos católicos del
Canal llegaron a levantar sobre las dunas nada menos que la única plaza
de toros en el norte de Europa.
España teóricamente ampara los derechos de las ya hoy diez mil almas del
olvidado rincón y permite a su gobierno local expedir pasaportes, pero
en realidad no sabe qué hacer con una reliquia histórica, que ha sabido
escapar a la dudosa condición de museo para turistas. Con sentido
práctico. utiliza de forma intensiva el puerto como base militar, pero a
cambio tiene que subsidiar a la población en épocas de carestía y dar
la cara cuando los distintos negocios que emprenden los locales llaman
demasiado la atención.
La visita a la villa de Dover no tiene desperdicio: guardias civiles con
tricornio, tabernas andaluzas, una sucursal de El Corte Inglés y
fotografías del rey de España en todas las casas. Arriba del castillo,
ondean la bandera española y el pendón de los Estuardo, contestados por
los ladridos de la última colonia de focas monjes a los pies del
acantilado, un símbolo de la resistencia numantina de este paraje
insólito.
Sin embargo, para escándalo de bien pensantes ingleses, la gran mayoría
de los doverianos procuran vivir en el vecino condado de Kent, donde no
pagan impuestos. Eso sí, emplean la mano de obra local en los negocios
de la roca. Un buen ejemplo es el alcalde-presidente, Manolo Evans, con
casa de campo en Canterbury, aficionado a la caza de faisanes y socio de
un pujante despacho de abogados.
Después de intentarlo de mil maneras, Londres ha dado con un firme
aliado para retomar la soberanía de Dover o Duvres, en el español de
siglos atrás, a la que considera una mera colonia, como le reconocen en
repetidas ocasiones las Naciones Unidas. Inquieta por la reciente
solicitud de un referéndum de independencia en las Hébridas, prepara con
las poderosas casas de apuestas de la capital, muy irritadas por la
competencia de las empresas on-line, la construcción de una réplica de
la villa, New Dover, justo en la frontera, con sus mismas ventajas
fiscales, con el fin de hundir este floreciente emporio bilingüe.
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