Victor Moreno | escritor y profesor
 Imprecisiones de la Biblia
 
La consideración de la Biblia como texto literario es, según Moreno, 
cuando menos equívoca, ya que si una de las cualidades fundamentales 
para criticar un texto literario es su exactitud al describir la 
realidad, «cabría concluir que la Biblia es muy poco literaria». Pero, 
además, la imprecisión de ese libro no es únicamente terminológica, sino
 que incluye «errores científicos de bulto», como el autor demuestra con
 clarificadores ejemplos.
 
La consideración de la Biblia como texto literario sublime resulta, 
cuanto menos, un tanto equívoca. Si una de las cualidades fundamentales 
para juzgar la validez literaria de un texto es su exactitud a la hora 
de nombrar la realidad, cabría concluir que la Biblia es muy poco 
literaria. Ya que, si por algo se caracteriza, es por su alarmante 
imprecisión terminológica, lo que resulta chocante. Pues, tratándose de 
parrafadas inspiradas por la misma tráquea de Javé, nadie se esperaría 
tanta falta de rigor lexical. O, una de tres, Javé articulaba muy mal 
cuando soplaba en el cogote de los profetas, o estos estaban más sordos 
que una tapia de cementerio y no pillaban ni una o, mucho peor aún, 
hacían caso omiso de la inspiración divina cuando lo que esta les 
insuflaba no se correspondía con su idea sobre determinadas cuestiones.
 
No sería grave esta imprecisión si se redujera a la terminología, pero 
el asunto se vuelve serio cuando se cuelan errores científicos de bulto.
 Lo que, ciertamente, son palabras mayores y pondrían en cuestión la 
sabiduría infinita del Creador del Universo y parte del extranjero.
 
El más imperdonable de estos errores sería aquel en que Javé inspiró al 
escriba Josué su equivocada idea de que era el Sol quien giraba 
alrededor de la tierra (Josué, 10, 12-13). Por muchas vueltas que le da 
uno al pasaje, concluye que el profeta en ese momento estaba haciendo la
 picardía o había perdido la audición. Entra dentro de la teología 
dogmática que el profeta entendiera al revés las palabras de Javé, 
porque es inexplicable que Dios, en su sabiduría infinita, pudiera 
equivocarse de modo tan zarrapastroso. Sobre todo, si se tienen en 
cuenta -y, lógicamente, Javé lo tendría, que para eso es Dios-, las 
consecuencias terribles que dicha información acarrearía. ¿Cómo permitió
 la sabiduría de Javé que corriera semejante bulo a lo largo de los 
siglos, sabiendo que su Mutualidad representativa en la tierra 
provocaría muertes incontables por contravenir una información que él 
mismo había trasvasado al texto bíblico? Resulta incomprensible, a no 
ser que este Dios fuera un perfecto cabrón y se frotara las manos 
imaginando en el futuro el sufrimiento de Giordano Bruno y otros.
 
Las tramas de la literatura son, en su mayor parte, tramas de ficción, y
 lo que hacen es representar de una forma determinada la realidad, 
aunque no la realidad, sino la que el autor tiene en su cabeza. Al 
intentarlo, se esfuerza en utilizar un lenguaje rigurosamente exacto, 
permitiéndose, en muy pocas veces, la licencia de la vaguedad o de la 
inexactitud. Y este esfuerzo es lo que consigue que los textos sean, en 
mayor medida, literarios. Cualidad que cuesta encontrar en la Biblia. Y 
eso que su comienzo resultaba bien prometedor. Leer cómo Adán pone 
nombres a lo que le rodea es halagador para el futuro homo loquens. En 
este momento del Génesis, Adán, más parece inspirado por Nabokov o por 
Chomsky que por Javé, a quien no parecen quitarle el sueño las 
cuestiones menudas de la lingüística, ya que da a entender que el 
lenguaje es actividad parva, de ahí que la deje al abur de los hombres.
 
Adán es preciso, pero no lo es quien relata su historia. Por ejemplo. 
Estamos muy acostumbrados a considerar que la serpiente -ignoramos qué 
clase de ofidio era-, lo que le ofreció a Eva fue una manzana. Sin 
embargo, no hubo tal oferta frutal. Lo que es curioso, porque, incluso, 
decir manzana hubiera sido compatible con la vaguedad expresiva general 
de la Biblia, pues no imaginamos que el redactor se hubiese esforzado en
 concretar qué tipo de manzana sería aquella, si golden, reineta, smith,
 royal gala...
 
Pero ni así. El texto sagrado habla de que nuestros primeros padres 
comieron «el fruto del árbol prohibido». En ningún momento, se dice que 
el árbol en cuestión era un manzano. Las citas textuales son las 
siguientes: «En medio del jardín el árbol de la vida y el árbol de la 
ciencia del bien y del mal» (Génesis, 2, 9); «del árbol de la ciencia 
del bien y del mal no comas, porque el día que de él comieres, 
ciertamente morirás» (2, 17). Cuando la serpiente invita a Eva a hacerse
 con el fruto, ésta replica: «Del fruto del que está en medio del 
paraíso nos ha dicho Dios que no comamos». Luego sigue: «La mujer vio 
que el árbol era bueno para comerse, y tomó su fruto y dio también de él
 a su marido, que también con ella comió» (3,6). Como se ve, en ningún 
momento se hace referencia a la fruta pomácea. No en la edición que 
manejo de la BAC (Biblioteca de Autores Cristianos).
 
Se ha dicho que el primer enólogo de la historia fue Noé, quien era 
agricultor y plantó una viña, después del diluvio. Luego, «bebió de su 
vino, y se embriagó, y se quedó desnudo en medio de su tienda» (Génesis,
 9, 21). ¿Qué clase de vino bebió Noé que lo dejó en tan calamitoso 
estado? ¿Tinto, blanco, clarete? Imposible saberlo. Idéntica tristeza 
interpretativa nos invade cuando topamos con Lot y sus hijas, dignas 
discípulas de Malthus avant la lettre. Emborracharon al papá -que era el
 único semental que quedaba en la comarca- y lo usufructuaron una tras 
otra. Para que digan, luego, que el fin no justifica los medios. La 
especie se salvó, pero, ¡maldita sea!, nunca supimos qué tipo de vino 
bebió con largueza el bueno de Lot. Una pena.
 
La presencia del vino en la Biblia es abundante, lo que revelaría del 
pueblo hebraico una de sus inclinaciones domésticas más o menos 
esenciales. Sin embargo, ignoraremos qué tipo de vino preferían. Que 
esta imprecisión se diese en el Antiguo Testamento se entiende, pero que
 siguiese en el Nuevo Testamento no, pues priva a los modernos exégetas 
de una información relevante y de alguna tesis más que clarificadora: 
«En la última Cena, ¿qué vino tomaron los apóstoles, tinto, clarete o 
blanco?».
 
Según el evangelista Juan, el primer milagro de Jesús fue en Caná de 
Galilea. El, su madre y sus discípulos fueron invitados a una boda. En 
un momento, el vino se agotó. Así que Jesús, requerido por su madre, 
mandó llenar dos tinajas de agua y las convirtió en vino. No nos 
esforcemos. Jamás sabremos qué clase de vino prefería el Nazareno para 
emborracharse con sus amigos. Imaginamos que sería el mismo que 
utilizaría después en la última Cena, pero no hay modo de saberlo.
 
En un principio, tras revisar las continuas referencias al vino bíblico,
 pensaba que éste sería siempre de idéntica calidad, imposible de 
precisar. Sin embargo, en el relato de la boda de Caná se dice que el 
agua transformada en vino por Jesús era mejor que «el vino que se había 
servido en primer lugar en la boda». Información definitiva que 
demostraría que la Biblia, con su torpeza lingüística, no fue capaz de 
transmitir la variedad de vinos existentes en su tiempo y, también, que 
Jesús entendía de vinos, una cualidad que la teología jamás ponderó. Si 
Jesús no era un buen catador, habría sido imposible que el agua 
transformada en vino superase en calidad al primero que se sirvió en la 
boda.
 
Lo que no significa, como piensan desaprensivos vinateros, del pasado y 
del presente, que el vino escanciado con agua mejora su calidad.
 
Fuente:
 Imprecisiones de la Biblia - GARA
 
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